Querida Toñi
Gracias por tu mensaje del domingo por la noche. Sabes que horas antes de tu texto dejamos a nuestro hijo mayor ya instalado en la ciudad donde vivirá y me hablas del cóctel de emociones.
Sí, ya has pasado por esto y entiendes de este vértigo .
Mientras andábamos por la rambla de esa localización nueva, le decíamos, cada uno a su manera, su padre y yo, que nos gustaría estar en su sitio, y tener 18, en algún universo paralelo.
Acomodar la ropa en el armario, pensar dónde poner los libros, mirar en la cocina cuántas ollas hay, preguntar cómo funciona la lavadora, medir la distancia hasta la universidad, encontrar el cajero automático más cercano. Degustar la incertidumbre de los próximos días, tocar por un momento la angustia de sabernos sin personas conocidas en varios kilómetros a la redonda, a excepción del propietario del piso al que estamos a punto de llamar casa.
“No proyecten sus traumas en mí, por favor”, nos pidió él, esquivando un coche mientras lo seguíamos unos pasos detrás perdiendo el aliento en la subida.
Ayer desperté a los dos adolescentes que aún quedan en casa (sí, amiga, esto es solo el principio) para su primer día de clases y sentí la punzada de la ausencia.
El lugar vacío en la mesa, el gesto innecesario de darle prisa porque llega tarde. El tiempo que no vuelve. La infancia agotada sin posibilidad de reclamo.
Encontré sus gafas, primera cosa en la lista que tendrá que recuperar y me encontré tomándolas entre las manos y mirándolas como un objeto precioso. Les di un beso. ¿Te lo puedes creer? Seguro que sí, cuánto más será capaz de hacer una madre cuando en lugar de su hijo crecido quedan unas gafas.
Le digo a Ariel que hablé con Mateo por la mañana, que se lo escuchaba feliz. Me dice que él también lo llamó. Que también lo oyó feliz. Nos miramos y los dos pensamos lo mismo: vamos a esperar un poco antes de redistribuir las habitaciones como habíamos acordado.
El armario vacío, los aerosoles de graffitty, las marcas en la mesa de estudio, los libros del bachillerato. Las señales que delatan todo lo demás que falta, todo lo demás que se pasó sin que nos diéramos cuenta.
Nos vimos un día frente al mar, tomando una infusión helada y me contaste que te ibas un mes en bicicleta, que has decidido dejar la casa donde tus hijos y tu hija crecieron. Hablamos de los duelos de la maternidad. Los más breves, los más estrepitosos, los nuestros, los de nuestras amigas.
Hoy mi duelo está hecho de un lugar vacío en la mesa del desayuno. De unos zapatos que no están obstaculizando la puerta. De un “no vuelvas tarde”, de un “llevá tu plato”, de un “¿a qué hora te vas a poner a estudiar?” que hoy no pronuncio.
Y por momentos atravieso una tristeza sutil, por otros el orgullo de una tarea cumplida, de a ratos un rastro de miedo por lo que pueda pasarle sin que esté yo ahí para protegerlo. Y sorpresa, curiosidad por saber en quién se convertirá este ser que un día se creó en mis entrañas.
Sí, Toñi, lo definiste bien: un cóctel. Esa borrachera con un poco de cada emoción conocida y desconocida. Y mucho, mucho de espacio en blanco.
Un abrazo