Querida Alicia
Me ha venido a la cabeza una escena de Rayuela, en la que Horacio pide yerba mate y unos clavos a una pareja vecina del edificio de enfrente y montan una especie de andamio en el aire, de ventana a ventana.
Están autoconfinados por la simple razón del verano en plena siesta.
“Esta pieza es enormemente chica” dice Oliveira y pienso cuán aplicable es estos días el oxímoron a cualquier casa. Independiente de sus metros, es el arresto domiciliario lo que los convierte en escasos.
Y quería escribir sobre esto, estaba buscando las frases precisas de ese capítulo.
Sin embargo, hablando contigo, de tus perros Peque y Canela, de tu trabajo como compañía terapéutica junto a ellos, de que ahora te es imposible llevarlos a centros de día y escuelas para facilitar procesos con personas mayores y con niños, recordé el audio que me envió mi abuela esta semana.
Yo quería hacer con mi hija una tarta típica argentina (si es que existe tal cosa, porque tiene su origen en la cocina de los italianos que emigraron allí) que se llama “Pasta Frola”.
Tiene una base dulce, un relleno de membrillo y luego un enrejado hecho con la misma masa, que deja ver rombos brillantes de la mermelada. Una preciosidad, una delicia.
Le grabé un audio de whatsapp, pidiendo la receta y sobre todo preguntando cómo estaba pasando la cuarentena.
Mi abuela tiene 91 años y vive sola en su casa de tres habitaciones con jardín. La misma que habitó con toda la familia y hasta tuvo su propia tienda de ropa en el garaje. Algunos domingos íbamos a comer sus pastas caseras, otros el asado de mi abuelo.
El lugar más calentito del mundo en invierno. El lugar más limpio y ordenado que recuerde.
Hace unas semanas, de visita en el Montseny, sentí un aroma exacto de estufa a gas, de cafetera y tostadora sobre el fuego (no huelen igual las eléctricas) , que me transportó a su olor. El olor de la casa de mi abuela.
Me vienen imágenes de ella cuando uso la máquina de coser y cuando cocino. Ha elevado siempre esas tareas a la categoría de arte.
Era sin duda, la fuente correcta para pedir una receta de pasta frola. La suya, no importa cuántas haya en youtube. Yo quería la suya.
Y su audio de vuelta me hizo saltar de mi pequeña burbuja antivirus. Esa capa protectora de teletrabajo, de adolescentes domesticados al mundo online, habituados al confinamiento mucho antes de la pandemia, en la que vivo hoy.
“Andreíta querida, recién me levanto y veo en el celu tu mensajito. Yo me estoy cuidando pero extrañando un poco, porque siempre venía alguno de mis nietos. Algunos más, otros menos, según sus trabajos y las distancias, pero todos los días me visitaban. Tengo que buscar la receta. Yo últimamente estoy cocinando poco, porque la artrosis me tiene bastante mal, sobre todo mi mano derecha. No recuerdo donde tengo la receta, pero te la busco y en cuanto la encuentre te la mando”.
Imaginé su soledad de televisor y teléfono, de conexión fría, de palabras sin abrazos, de timbre mudo. Y salí por un rato de mi burbuja al mundo ahí afuera, pleno de historias infinitas de soledad multiplicadas tras cada balcón, cada ventana.
Alicia, me cuentas que tuviste el impulso de llevar a tus perros cuando escuchaste llorar a los hijos de tu vecino. Mostrárselos protegidos por una puerta de cristal que hay en tu edificio, para que vean sus monerías y conecten un rato con lo que hay vivo fuera de sus cuatro paredes.
Y yo te animo. A tocar el timbre de alguien más en tu barrio que esté sola, y dejarle acariciar con la vista y dos metros de distancia la ingenuidad de una sonrisa perruna.
El Horacio de Cortázar pide a sus vecinos un paquete de yerba y unos clavos, monta un andamio volante de ventana a ventana, solo por no bajar al calor de una siesta estival.
Y ahora yo daría cualquier cosa por comer una pasta frola de mi abuela y abrazarla.
Mi abuela encuentra la receta en un cuaderno amarillento. La lee y me devuelve otro mensaje con su voz. Entre los ingredientes hay una copita de coñac, me dice que luego hay que dejarla descansar. Le pregunto si tiene que descansar la masa o yo, después del coñac. Me manda otro audio con su risa y unos emoticonos de corazones.
Le paso el mensaje a mi hija, ella lo transcribe y hornea una tarta de manzanas, que es lo que tenemos a mano.
Huele a mi casa, a mi horno, a canela. Tomamos un té con tarta calentita y abrazo a mi hija.
Ella no entiende que su tarta sabe a membrillo, que sus brazos son los de una señora de 91 años que vive a once mil kilómetros. Que la aprieto fuerte para que ninguna abuela esté sola cocinando tartas para nietos ausentes.
Un abrazo