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Puedo (no) hacer

Querida Carlota:
 

Todo empezó con un gran no puedo. Global como no lo ha habido en mi historia. Y en la tuya.

 

Desde el viernes 13 no puedo salir de mi casa. 

 

Ni  sus “no puedo” derivados: Reunirme con gente. Acercarme a más de dos metros de nadie. Desplazarme. 

 

El no puedo tiene su contracara. Y entonces, ¿qué sí puedo?

 

Estar en mi casa todo lo que quiera. Comprar comida. Pasear al perro (que no tengo). Trabajar a distancia (cosa que ya hacía antes). Practicar yoga online (un experimento más agradable de lo que pensaba). Escribir (ah, benditas horas).

 

Y la primera semana de confinamiento navegó entre lo que no puedo hacer y lo que sí puedo hacer. 

 

La angustia del negativo, la calma del positivo.

 

Debo confesar, quizá pecando de irresponsable social, que he disfrutado más de una alegría genuina por las posibilidades cotidianas, que sufrido claustrofobia o pánico por lo que se prohibe o pronostica. Digamos un 90-10.

 

Suelo moverme con comodidad en los limitantes. Me considero una minimalista nata. Algo que no siempre ha ido a mi favor. Según el punto de vista, la pereza o desidia o falta de ambición son vecinas de esa vocación por lo esencial. La hippie de la familia, vaya.

 

Me gusta ir de camping, por ejemplo, y lo que más disfruto de esas vacaciones es resumir la vida en sus componentes básicos: lo mínimo lo necesario para transitar un día con comodidad. Me entusiasma cocinar con un solo fuego, sin techo, con un par de ollas y sin nevera.

Y cambiar todo el confort de una cocina completa por un ingrediente más básico: tiempo. Unas crepes se hacen con huevo, harina, una sartén cualquiera y una hora de paciencia. 

 

Reciclar siempre me ha dado una satisfacción doble. Usar algo que iba a tirar ahorra una basura al planeta y materia prima a mi bolsillo, además de convertirse en una actividad creativa per se.

 

Un buen diseño y una idea original se definen más por lo que se deja fuera que por lo que se elige.

 

En fin, que suelo sacar provecho de las constricciones más que rebelarme contra la escasez de recursos.

 

Seguramente se lo debo a mi madre, que nos invitaba a mirar las estrellas porque no teníamos tele. O a imaginar que estábamos al lado de un río cuando ponía la manguera en el jardín bajo nuestro sauce y hacíamos un picnic en pleno mediodía con literales 30 grados a la sombra.

 

Sin embargo estos últimos días me han abierto una nueva categoría lógica más allá del binomio puedo-no puedo. 

 

Puedo no hacer. 

 

En tiempos prepandemia uno de mis grandes debates internos estaba en todos los “debería”. Una mañana de sábado brillante la voz decía “debería salir” mientras mi cuerpo pedía una hora más de sueño. O una invitación a una fiesta maravillosa o una manifestación o una charla. Todas oportunidades, que no debía perder.

 

Igual con las compras. Tengo que comprar esto o aquello. No me alcanza para todo, tengo que elegir. 

 

O viajes. Etcétera.

 

Ahora todo eso entra en la categoría de lo que puedo no hacer.

 

Puedo. No hacer. 

 

Y se inaugura un enorme espacio. 

 

Mi cuerpo estos días ha dejado de tener una presión en los hombros, en la nuca, que llevaba semanas y que unos maravillosos masajes  terapéuticos no habían podido quitar. El ibuprofeno lo conseguía de a ratos.

 

Iba a consultar a mi médica de cabecera, ya me preocupaba ese dolor persistente.

 

Y luego de unos días de confinamiento, ha desaparecido.

 

El peso sobre mis hombros de las abrumadoras posibilidades se desvaneció. Las cervicales han dejado de martillear mi cerebro. Ese lugar de aguas turbulentas de pronto es un lago calmo.

 

Puedo no lavar toneladas de ropa. Puedo no ir a un concierto. Puedo no salir a comer afuera. Puedo no comprar ollas nuevas. Puedo no ir al dentista. Puedo no encontrarme gente. Puedo no ir a una caminata en la montaña. Puedo no organizar una actividad. 

 

He sido inmigrante en dos países y he conocido gente en mi situación. Mucha gente, porque solemos juntarnos con los similares. Y en algún momento llegué a la idea de que la emigración nos enfrenta a una hoja en blanco. ¿Quién soy sin mis circunstancias? A algunas personas esta realidad las libera, a otras la aterra. 

 

Esta pandemia nos hace a todos exiliados de nuestras circunstancias. 

 

Territorio nuevo. 

 

¿Quién soy sin mis rutinas, sin mi coche, sin mi trabajo, sin mi ropa, sin mi agenda, sin mi deporte, sin mis contactos?

 

Quizá no me gusto de pijama. Quizá la convivencia extrema deje al desnudo resortes de la familia que se ocultaban tras la hiperactividad. Quizá el aburrimiento desvele la capa de sinsentido que se escondía debajo de la distracción perpetua.

 

No sé. ¿A ti qué síntomas te ha provocado este virus?

 

Incertidumbre. Silencio. Pobreza. Enfermedad. Soledad. Encierro. 

 

¿Qué nombre tiene tu miedo? ¿Qué índice le das a tu amenaza?

 

Es domingo. No he atiborrado la semana de actividades, de todas maneras decido que esta jornada estará todo lo vacía que mi cuerpo pida.

 

He puesto una lavadora con el placer de la lentitud y la no necesidad. Puedo no ponerla. Y por eso he seleccionado con cariño cada prenda y tengo de fondo el sonido del centrifugado que se mezcla con un jazz. 

 

Este ritmo me permite salir de la sensación perpetua de “insuficiente”: cuando voy a alcanzar la meta de la carrera, la mueven diez metros y no llego jamás. 

 

Ahora puedo cocinar de más y guardar. Escribir todo lo que necesito. Demorarme en las charlas filosóficas con mi familia. 

 

Puedo no hacer.

 

El peso de mis hombros se ha ido. 

 

Necesitaba tanto esta nada.
 

Un abrazo virtual

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