Querida María
Nos reunimos ayer. Me hizo tan bien verte. Llorar juntas, tocar la vida y el sol con un helado de dulce de leche que al final de la tarde se me derretía entero y te hizo reír mientras volabas a buscarme montones de servilletas que apaciguaran el desastre.
Tenía un poco de miedo, lo confieso. De herirte de alguna manera, de decir algo inconveniente. Como si me entregaran una muñequita de porcelana carísima en las manos llenas de jabón.
No nos educaron para afrontar tantas cosas de la vida y aún menos para mirar de frente a la muerte. Y esta muerte parece metida al fondo de los tabúes, en el más recóndito de los pliegues de la maternidad.
“Soy una madre invisible”, me dices. Y un dolor me desdibuja el alma, destiñe la tinta de cualquier frase a continuación.
Tras la cortina de tus ojos hinchados encuentro la mirada de antes. Algo de la María que quedó al otro lado de esa línea gruesa que marcó el latido de tu hija.
“¿Me ves? ¿Estoy? ¿Estoy viva?”
Me preguntas con incredulidad y te digo que sí. Que incluso desmontada en añicos, estás. Cada día juntas esas piezas ínfimas lastimándote las manos. Todas las mañanas es una proeza arrastrar tu cuerpo hasta el sillón de una nueva terapia o hasta la música que te hará bailar sola o hasta el vientre azul de la mar.
“La mar estaba serena, serena estaba la mar”, suena en la voz de mi madre desde alguna esquina de mi infancia.
No tengo palabras de consuelo y no es lo que esperas de mí.
No quieres que te cuente mis muertos, que compare tu dolor con alguno de mi inventario, que te repita lo obvio, que llene los silencios como si fuesen bocas hambrientas, que te hable con esa voz lenta y aguda de la lástima. Por sobre todas las cosas no quieres que te hable como si nada hubiese pasado. Que te haga aún más invisible.
Te pregunto si puedo ver la foto. Y veo a una madre con su hija bella dormida sobre el pecho. “Era la niña más hermosa del mundo”, me dices y me narras esas horas infinitas de catástrofe y belleza, de desazón y amor.
¿Qué es ser madre María? Cada día me sorprende una capa más. Tú conoces esta cara brutal del amor incondicional. ¿Cómo entender la vida sin esa hermana ignorada, la muerte?
Mi camino ha estado bordado con duelos maternos, nimios a la distancia, colosales en su presente. Años de espera hasta una primera fecundación, augurios de malformaciones, incubadoras, respiraciones con pronósticos inciertos, expectativas truncas, culpas en bucle.
Y ahora me muestras tú este precipicio que ninguna calculamos y que luego es más fácil exiliar de la memoria colectiva.
Me preguntas si conozco alguna otra madre que haya tenido esta experiencia. Me dices que te ha ayudado hablar con mujeres que han transitado este dolor y que te han mostrado la esperanza.
¿Sabes? Con cada amiga que hablo de esto me nombra alguna conocida que sí lo ha pasado. Y siento que tu voz, esta voz, es imprescindible para despejar un poco más la bruma de tanta madre invisible, de tantas hijas sin nombre.
Quiero oírte, leerte, recibir la crónica descarnada de tu cuerpo en carne viva.
Te invito, solo si estás dispuesta, a abrir este puente de palabras y ver qué pasa. Si te ayuda a sanar aunque sea abriendo un rayo mínimo de luz. Quizá algún día ayuda a alguien más.
Un abrazo
PD: María Farriols perdió a su hija Lua hace casi seis meses. Quienes vamos a sus clases de Baila la Vida tenemos la suerte de compartir la medicina de su danza y transformar este duelo junto con las emociones que cada una lleva a los encuentros.
En junio le escribí esta carta que hoy comparto porque ayer, 15 de Octubre se conmemoró el día mundial de la concienciación sobre la muerte gestacional y perinatal.