El éxito del fracaso
Querida Nagore
El éxito da asco. El fracaso es mil veces más interesante.
Quizá es que me me está por venir la regla y hoy solo me siento cómoda con estas ideas radicales.
Me cansan los discursos de personas emprendedoras que sacan prolijamente su vulnerabilidad como un complemento de su imagen exitosa. Es un ingrediente más en la fórmula. “Fui pobre y hoy facturo seis cifras”. “Soy aclamada, por eso cada tanto tengo que deprimirme y parecer humana”.
Creo que decidí ser extranjera para fracasar tranquila.
A los 20 años había terminado el primer año de comunicación social con promedio de 10 y mi trabajo era escribir en un periódico, el único que había en mi ciudad. Hija mayor. Promesa de boda con mi novio de la adolescencia.
Las expectativas sobre mí estaban por las nubes. Lo pude leer así años y golpes después. Mientras tanto, por aquella época me encantaban el olor a tinta del edificio donde trabajaba, mi firma en la edición del domingo, ese número máximo en mi libreta universitaria y la fidelidad a prueba de señores mayores que me tiraban los tejos a diestra y siniestra.
Era la más joven del periódico, las mujeres sumábamos minoría en el oficio y la ley de la gravedad aún no había actuado sobre mi escote. Creo que empezaba justo debajo de mi barbilla. Decir “no” con asertividad y elegancia era mi herramienta de supervivencia en esa selva de compañeros y entrevistados.
Hace un par de sábados, ese en que viniste a comer a casa, tuve una charla de desayuno tardío con mi hija y le expliqué la versión larga de la historia que podría llamarse “Cómo conocí a tu padre”.
No le ahorré los detalles de parejas de diferente calaña que el río del destino tenía preparado antes de entregarme a los brazos de su progenitor.
La cuestión es que el día que conocí a su padre, en un taller de escritura, me habían echado injustamente del periódico en el que yo me sentía tan feliz.
Brum.
Mi identidad se desmontó. Yo era Andrea Secchi Periodista. Así, segundo apellido. A partir de allí solo podría redactar en medios menores y opacar el brillo de mi nombre.
Después de eso hice casi todo lo que habilitaba mi amplio título de licenciada: organización de un congreso, entrevistas para un libro, prensa en una campaña política, trabajo en un ministerio.
Y unos años después nos fuimos a vivir a Miami.
Di clases de informática a domicilio. Hice excels en una escuela de aviación. Vendí móviles desde unos cubículos de telemarketing. Comencé a diseñar una revista de barrio.
Tuvimos un hijo. Y descubrí que me gustaba lo de sentirme una hoja en blanco, sin una identidad definida, sin expectativas altísimas pesando sobre mi espalda.
Aún me gusta abrirme al vértigo del fracaso, aunque no sea nada fácil darle la bienvenida. He entendido que el error es el único lugar desde donde se puede ir hacia arriba, pasito a pasito. Desde la cima de la perfección solo el posible descender y casi siempre con dolor.
Escucho a Amy Winehouse una gran exitosa que fracasó en vivir. Lo dio todo y no dejó nada para sí misma. “I cheated myself”, me engañé a mi misma, entona con su precioso vozarrón.
¿Cuál es el fracaso de tu éxito? ¿Y el éxito de tu fracaso?
Un abrazo y «un placer seguir fracasando juntas», como me has dicho tú un día…