Querida Zoe
Empiezo un cuaderno nuevo para hacer mis páginas matutinas del Camino del Artista. Ese libro que un día te dejé sobre tu escritorio para ver si también te animabas. Hoy son en realidad páginas nocturnas, escribo desde la cama.
Te mando por instagram unas fotos de alpaca, ese animal que parece una oveja con cuello de jirafa, que además sonríe. Todo lo cute o kawaii o adorable de la fauna puesto un solo animalito. Es una excusa, para comenzar un diálogo. Te pido que me escribas algo en la madrugada, que sigamos nuestro taller literario madre-hija y me reclamás una carta para mi blog que empiece así, “querida Zoe”.
Podría decirte algo bajo la influencia de Chimamanda Ngozi Adichie en «Querida Ijeawele»:
«En lugar de enseñarle a tu hija a agradar, enséñale a ser sincera. Y amable. Y valiente. Anímala a decir lo que piensa, a decir lo que opina en realidad, a decir la verdad. […] Dile que, si algo la incomoda, se queje, grite.»
También se me vienen a la cabeza las máximas que escribió el general San Martín a su hija Merceditas y me las imagino machistas. Si hubieras ido al colegio en Argentina no tendría que explicarte quién es, lo habrías visto hasta el cansancio en los libros, habrías celebrado actos en su honor cada año. Googlealo, que a esta hora no estoy para lecciones de historia.
(Eso hago hoy, reescribiendo esta carta que va por capas y descubro que no están tan mal las máximas. Dice por ejemplo: “Humanizar el carácter y hacerlo sensible aún con los insectos que nos perjudican.”)
Aunque me pregunto ¿tiene que tener un tono catedrático esta carta solo porque está dirigida a mi hija?.
Podría, mejor, contarte algo sobre mi infancia.
Recuerdo una imagen. Tenía una especie de afro rubísimo después de unas trenzas desarmadas. Se ven el espejo y la cómoda pintados de turquesa, intento atarme el pelo rebelde y mi gesto sobreexpuesto es de sorpresa ante el flash. ¿Quién está con la cámara tras la ventana?
Pensá que en esa época las fotos no eran tan habituales. Reflejaban acontecimientos, casi siempre. Tengo años enteros de mi biografía sin ningún retrato, relegados a la memoria frágil y subjetiva de quienes me veían por ese entonces, incluida la mía en el espejo. Esas instantáneas en papel se confunden con los recuerdos.
¿Cómo será rememorar tu pasado sin registros para repasar en álbumes? Cientos de imágenes que se perderán en móviles y discos de ordenador.
Yo me gustaba, creo. No en la época del acné, que fue muy larga. De alguna manera sentí alivio al acabar con la adolescencia. Aunque tengo muchos recuerdos buenos.
La risa con mi amiga Andrea en las siestas de verano, por ejemplo. Despertábamos a todo el mundo con el volumen de las carcajadas. Teníamos en común el barrio, la escuela, el nombre, el apellido italiano, el signo del zodíaco, la familia numerosa, Bradbury.
Nos diferenciaban su espalda de nadadora olímpica y mis hombros estrechos, su popularidad y mi timidez. Teñíamos la ropa de fucsia, bailábamos canciones de Madonna y Soda Estéreo, recorríamos las calles recién despiertas buscando a los chicos de nuestra edad para encontrarlos como por azar.
La única similitud que nos separó por poco tiempo fue uno de ellos, que nos gustó al unísono.
Al cabo, eso habrá durado unas semanas, nuestra amistad lleva toda la vida.
Tuvo capítulos más difíciles. Algún año dejó de hablarme. No fue solo ella, me pasó con otras amigas cercanas. Hay una parte de mí muy dura, que se sitúa en un pedestal, que refleja un filo como de cuchillo. Supongo que es una defensa del alma.
Abrirse a alguien es mostrar el flanco más vulnerable. Pero sin esa fragilidad que implica una enorme confianza, creo que es imposible establecer los lazos más genuinos.
(Y al final me saldrá una máxima digna de Chimamanda o San Martín).
Te deseo muchas cosas buenas en la vida. La amistad es, sin duda, una de ellas. Sí, ya sé que eso de “quien tiene un amigo tiene un tesoro” pinta a fondo de cielo atardecido, a emojis de corazoncitos, pero no por cursi deja de ser una gran verdad.
No sabía qué iba a escribirte, no quería que fuese una retahíla de consejos y me ha salido esto sobre la amistad. Ya podés agradecer que no me haya puesto a recordar a mi primer novio.
O que me pusiera a explicarte que supe cómo se daba un beso leyendo “El pájaro canta hasta morir” (El pájaro espino) en el que una mujer australiana se enamoraba de un cura. Tuvo su réplica en la tele y la leí en el verano de mis once años cuando había agotado mi biblioteca infantojuvenil y me pasé al estante de los adultos.
Leí “Viven”, “Raíces” y “Holocausto” ese mismo año. Parece que todo lo que me llamaba la atención tenía su versión televisiva y una dosis creciente de tragedia.
Vos empezaste a leer en serio con Harry Potter. Tuvimos que recorrer todas las bibliotecas de la ciudad como en una especie de gimcana para conseguir el tomo de turno. Después seguiste con Agatha Christie y ahora vas a la playa con Doris Lessing bajo el brazo.
Eso, cuando no tenés los ojos pegados al móvil, los oídos aislados por los auriculares. La semana pasada les avisé a uno por uno que salía y volvería en unas horas, olvidé mi teléfono en casa. Cuando volví después de medianoche había un intercambio de mensajes familiares en los que me daban por desaparecida. No tengo subtítulos y si les hablo dando por hecho que me escuchan, pasan estas cosas.
No elegimos la época en que nos toca nacer. Si la mía hubiese sido este siglo y no el pasado, yo habría visto ya una dosis alta de porno al final de la primaria, en lugar de imaginarme los besos de Maggie y el padre Ralph.
Vaaale, no sigo por ahí. No importa cuánto cambien las cosas, hay aspectos de los padres que preferimos guardar en la zona sombría de lo desconocido.
Me gusta la persona en la que te has convertido. Y sé que sos como un iceberg, que sale apenas una parte a la superficie. Te acompaña nuestra gata Luna, son tan parecidas a veces. Me miran las dos con los mismos ojos claros y misteriosos. Se estiran con lentitud y gracia. Tu respuesta es una especie de maullido también.
Te pido un texto. Cumplo mi parte. Escribo en el cuaderno nuevo. Fui a la papelería y pensé en comprarte algo más para tus sesiones noctámbulas de dibujo.
Llueve. Entra aire fresco por la ventana. Es medianoche y no quiero perder mi zapatito de cristal, o convertir la cama en calabaza.
Hasta mañana
Un abrazo
Mamá