(FNAME es el campo que Mailchimp reemplaza automáticamente por los nombres de las personas suscritas y es es el súmmum de la personalización)
Querida *FNAME*
Escribo en mitad de la noche con la urgencia de expresarme.
No voy a mentirte, no voy a reemplazar automáticamente ese campo por tu nombre y simular que somos amigas de toda la vida porque no tengo la menor idea de quién puede estar leyendo esto ahora.
Mis hijos e hija adolescentes duermen. Es el único momento en que no están conectados a internet. Si quiero que me presten atención les envío un whatsapp, y si me dejan en «visto» ✓✓, les apago el wifi.
En una fracción de segundo escucharé sus gritos “¡¡¿¿wiiiiiifiiiii??!!!!”.
Lo de “¿por qué no funciona?” o “¿alguien puede mirarlo por favor?” son frases sobreentendidas. Hablan como si tuvieran la limitación de caracteres de un twitter.
La búsqueda de un cargador o el hambre son los principales motivos por los que salen de su habitación.
Cuando les aviso que la comida está lista ellos vienen a la mesa y muchas veces hasta logramos conversar.
Una charla recurrente es que intentan explicarme qué es un meme. Me muestran en la pantalla del móvil algo que tiene cientos de miles de visitas y que no produce ninguna expresión facial de mi parte y se ríen l@s tres a coro. Entonces me doy cuenta de que un meme puede ser cualquier cosa: yo, por ejemplo. Y no me hace ni puta gracia.
No entiendo el humor de los adolescentes.
Yo nací en el siglo pasado.
Me desconcierta lo que está ocurriendo en esta realidad marcada por la omnipresencia de las pantallas, pero hago un esfuerzo (casi heroico para una señora de mi edad) por actualizar mis conocimientos técnicos e intentar comprender.
Y una cosa que observo y me llama la atención es por qué, de tanto escucharlo, damos por verdades indiscutibles lo que nos dicen los supuestos expertos en marketing y salimos como ovejitas culpógenas a querer estar en las redes sociales al precio que sea, convencidas de que es la única manera de vivir de nuestro trabajo.
Cuando entro en alguna de mis cuentas se me pasan dos horas en un pestañeo.
Por lo general acabo esas sesiones con rabia, envidia y ansiedad viendo todo lo que hacen los demás: viajes excitantes, manualidades en familia, postres deliciosos, deportes saludables, campañas creativas.
Mientras yo lo único que hice en toda la maldita tarde del lunes es mirar ese desfile de vidas perfectas.
Y me prometo no volver a conectarme. Nunca más.
Pero vuelvo a caer.
Porque parece que igual que el azúcar, las tecnologías tienen un componente adictivo muy alto.
En países como China o Estados Unidos existen clínicas de desintoxicación donde estudiantes universitarios (el perfil mayoritario) pueden pagar 30 mil dólares, o cantidades equivalentes de yenes, para entrar en programas que los devuelva a la vida real. Han llegado al límite de pasar 18 horas al día jugando online o pasando histéricamente el dedo por la pantalla de un smartphone. Lo que, por el contrario, los ha dejado socialmente improductivos y aislados.
No creo que ni yo ni tú, *FNAME*, lleguemos a ese extremo, pero sí siento que tenemos que prestar mucha atención, poner pausa y volver a preguntarnos sobre nuestra relación con los benditos dispositivos.
No soy una radical. Me encantan las posibilidades que nos dan internet, los ordenadores y móviles.
Si no fuese por esto no habría podido sostener una lactancia materna de mellizos mientras trabajaba de diseñadora gráfica en casa, o comunicarme con mi familia a miles de kilómetros, o sostener amistades de larga data, o aprender como autodidacta todo lo que se ha convertido en mi profesión.
Solo quiero, en este mar de obviedades, preguntarte, *FNAME*:
¿Qué estamos comunicando?
Y si tú me respondes ahorá sí será con nombre y apellido, y esto pasará de palabras trasnochadas a diálogo:
¿Qué opinas? ¿Cómo te sientes?
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